La vida está construida sobre
rutinas. A lo largo de los años vamos adquiriendo costumbres o
hábitos de hacer las cosas que, a base de repeticiones, acaban por
automatizarse, y llegamos a realizarlas sin que nuestra voluntad o
nuestro esfuerzo tenga mucho que decir en su ejecución.
Cuando las consecuencias de estas
rutinas son negativas, para nosotros, o para los demás, las llamamos
vicios, y por su misma automatización, marginando voluntad y
esfuerzo, pueden llegar a ser muy difíciles de erradicar. Creo que
todos tenemos y sufrimos algunos.
Cuando las rutinas son beneficiosas
para nosotros y nuestro entorno, moral o físicamente, se convierten
en virtudes (bendiciones, las llamo yo) por el poco trabajo que nos
suponen, sobre todo cuando las comparamos con el bien que reportan.
Las rutinas (las buenas y las malas)
se empiezan a desarrollar en la edad más temprana, pero las seguimos
adquiriendo y re-adaptando a lo largo de toda la vida, haciéndolo de
forma más consciente a medida que cumplimos años, siendo también
más conscientes con la edad de los perjuicios y beneficios que la
adquisición de estas rutinas nos va a reportar.
La palabra “rutina” tiene
generalmente una connotación negativa. Nuestro Diccionario define
rutina como la costumbre o hábito adquirido de hacer cosas por
mera práctica y de manera más o menos automática. “Por mera
práctica” … parece cómo si el adquirir una rutina positiva no
tuviese mérito alguno, ni reportase beneficio a quién la
desarrolla, o a su entorno.
Bueno, pues yo me confieso una persona
amante de mis rutinas. Me ha costado un buen esfuerzo de voluntad,
trabajo y persistencia, llegar a desarrollar una serie de rutinas que
considero positivas para mi vida personal, laboral, familiar y
social, y me congratulo de haberlas conseguido, y de que se hayan
convertido en “costumbres y hábitos adquiridos” que tantos
beneficios me reportan. Porque, si lo pensamos detenidamente ¿qué
es la educación sino el desarrollo de una serie de buenas rutinas?
El paciente y leal lector que haya
llegado hasta este punto de mi digresión de hoy se pensará, no sin
razón, que los excesos de la Navidad han afectado mi cerebro, hasta
el punto de escribir todo esto en un blog dedicado al ejercicio
nórdico. Y efectivamente, ha sido la Navidad, con sus excesos y
“contra-rutinas”, la que me ha impelido a reflexionar
sobre este asunto, al que ahora voy a tratar de dar algún sentido
relacionado con el tema del blog.
Siempre me ha gustado el deporte.
Recuerdo que en el instituto, y luego en la Academia, siempre he
participado en deportes de equipo (balonmano y baloncesto, sobre
todo), y juegos deportivos (tenis, frontón, pin-pon) pero ya desde
la adolescencia comprendí el deporte como una necesidad, más que
como una conveniencia, y que como tal, no podía depender de los
demás para asegurarme una práctica frecuente y continuada, un
rutina positiva que me produjese los beneficios psico-físicos que yo
le adivinaba y que tanto necesito.
Una vez superados los estructurados
tiempos de formación, en los que las rutinas venían facilitadas por
un estricto horario, no me costó mucho esfuerzo integrar mis rutinas
deportivas en mi nueva vida,
ahora
dominada por prioridades familiares y profesionales, sobre todo,
porque siempre estuve convencido de que los beneficios que dichas
rutinas me reportaban me hacían mejor en el plano personal, pero
también en el familiar y el profesional.
Desde los 13 años, además de otros
deportes de equipo y juego, sujetos a los imponderables de requerir
la presencia y el ánimo de otras personas, siempre he corrido.
Correr ha sido algo importante en mi vida, porque me ha proporcionado
una posibilidad fácil, rápida y siempre disponible, habitualmente
complementada por ejercicios de
core, calentamiento y estiramiento, de mantener una forma física
adecuada y saludable. Una rutina positiva que me ha proporcionado
importantes dividendos y que he procurado, con mayor o menor éxito,
inculcar en
familia y allegados.
Suelo decir, siempre en base a mi
experiencia personal, que los que hemos hecho deporte toda la vida
tenemos siempre veinte años en la mente, un músculo cardíaco
bastante joven, bien entrenado, pero una realidad hecha de
ligamentos, tendones y reflejos que van cumpliendo un año cada 365
días. Quiero decir con esto
que la vida nos va mostrando las limitaciones que nuestra mente nos
disimula.
Todo el que corre habitualmente, se
cae. Yo me ha caído toda la vida. Era raro el año que no tenía
una caída corriendo, gracias a Dios sin mayores consecuencias y de
la que me recuperaba en unas semanas, volviendo fácilmente al nivel
de forma anterior.
Sin embargo, hace unos diez años,
constaté que mi “regimen de caídas” corriendo había pasado de
una cada dos años a dos al mes. Así mismo, diez años antes
también había llegado a la dura conclusión de que mis tiempos de
“marcas” habían pasado y que mis tendones cumplían años y mis
recuperaciones eran más largas y nunca completas. Todo esto me hizo
cambiar mi rutina deportiva hacia un deporte más seguro y respetuoso
con la edad real de mis tendones y reflejos.
Y ahí es dónde apareció en mi vida
la marcha nórdica. Tuve que adaptarme a la utilización de los
bastones, que me llevó algún tiempo, atemperado y animado por la
percepción inmediata de los beneficios que su uso proporcionaba a
otras partes de mi organismo que las carreras no habían tratado muy
bien (tren superior y columna). En un par de años realicé la
transición completa a esta nueva rutina, que junto a los ejercicios
de core, calentamiento y estiramiento, sigo practicando religiosa y
cotidianamente.
La caminata y la marcha nórdica me
han permitido mantener la rutina de ejercicio físico que desarrollé
desde la infancia, mejorando sus beneficios en múltiples aspectos, a
pesar de los años, pero, además, me ha permitido recuperar
confianza en mí mismo, en mis posibilidades. Tras casi diez años
sin atreverme, ahora, gracias a los bastones, he vuelto a correr,
añadiendo la carrera nórdica a las dos modalidades que cito al
principio del párrafo, y dándome unas posibilidades lúdicas y de
diversificación de mi ejercicio físico, que antes no tenía,
permiténdome adaptar el desplazamiento a las características del
medio natural por el que me muevo, a mi estado psico-físico o,
incluso, al ritmo de mi música.
Como veis, las rutinas no tienen por
qué ser “rutinarias”. Las rutinas positivas están vivas, se
adaptan a nuestras posibilidades para que podamos disfrutar al máximo
de nuestra vida. Por eso no me gusta que me saquen de mis rutinas.
Cuando no las puedo desarrollar siento que me falta algo, que me
estoy perjudicando de alguna manera, y procuro re-adaptarlas a la
nueva situación, para no perderlas.
Así que ¡vivan las rutinas! … y
los bastones … o las rutinas con bastones. Si habéis conseguido
meterlos en vuestras vidas, no los olvidéis en el paragüero.
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